Rubí
A las ocho las campanas llamaban al rosario, y a las nueve doblaban a muerto.
Mi tía, la antigua, le decíamos así por lo viejita que estaba, decía que era la
hora en que los muertos salían a andar penando por ahí. Yo por eso mejor
iba al rosario con mi madre a dormirme sobre sus piernas mientras ella rezaba
por los dos. Porque el rosario purificaba y hacía que uno ya no tuviera miedo
a los muertos.
Yo le tenía miedo a los muertos por Rubí, mi amiga. Siempre me repetía que
cuando ella muriera vendría por mí porque me quería mucho. Ella tenía cinco
años y yo seis. Era mi novia. Y sólo ella y yo lo sabíamos. En la escuela, a la
hora del recreo, nos íbamos atrás del coscomate sin que nadie nos viera. A ella
siempre le gustaba juntar su mejilla con la mía y frotarla. A mi me gustaba otra
cosa. Me gustaba levantarle el vestido y bajarle los calzones. Besarle las nalgas
era lo mejor. Ella me dejaba porque le gustaba y me quería. Yo también la
quería, pero la engañaba con otras. Cuando ella no iba a la escuela yo de todos
modos me iba al coscomate a bajar calzones y besar nalgas. No me gustaba tanto como
con Rubí, pero me gustaba.
Un día que Rubí no fue a la escuela; me sentí solo y le pregunté a Rosa si quería
ir conmigo al coscomate. Dijo que sí. Y cuando ya le iba a bajar el calzón, oí la
voz de la maestra llamándome. Algo grave había pasado con Rubí.
Fuimos a su casa, encontramos a su madre llorando y a Rubí vestida de blanco
tendida sobre una mesa. Había muerto en la madrugada. Nunca supe de qué, pero sí
lo que dijo antes de hacerlo: que vendría por mí para llevarme a un coscomate que ella iba a
construir de nubes, allá en el cielo.
Por eso, ahora cada vez que veo un coscomate me acuerdo de Rubí y mejor voy
al rosario para que no me lleve. No porque ya no la quiera, sino porque me dan
miedo los muertos.
Autor: Alfonso Tapia